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El don que pervive, de Addiel Soto

El don que pervive




Jairo Maestre era sin duda el peor: Sin interés por la escuela, despistado, con la ropa arrugada, siempre despeinado, uno de esos chicos del colegio de cara impasible, mirada inexpresiva, fría y distraída. Cuando la Señorita Marlene le hablaba, Jairo siempre respondía con monosílabos. Poco atractivo, sin motivación y actitud distante, no resultaba fácil quererlo.

Si bien su maestra decía que quería a todos los de la clase por igual, en su interior no era totalmente sincera. Cada vez que corregía los trabajos de Jairo, experimentaba cierto placer perverso poniendo una X al lado de las respuestas incorrectas y, cuando ponía I en la parte superior de la hoja, siempre lo hacía con elegancia. Debería haberlo pensado un poco más; tenía el Boletín de Conducta de Jairo y sabía más sobre él de lo que quería admitir.

El Boletín decía:

1er. Grado: Jairo promete en su trabajo y su actitud, pero tiene una mala situación familiar.

2do. Grado: Jairo podría dar más. La madre está muy enferma. Recibe poca ayuda en su casa.

3er. Grado: Jairo es un buen chico pero demasiado serio. Aprende lentamente. Su madre murió el año pasado.

4to. Grado: Jairo es muy lento, pero se porta bien. Su padre no muestra ningún interés.

Llegó Navidad, y los chicos y chicas de la clase de la señorita Marlene trajeron los regalos correspondientes. Los apilaron sobre el escritorio y se aglomeraron alrededor para ver cómo los abría. Entre los regalos había uno de Jairo. Estaba envuelto en papel y pegado con cinta adhesiva. Sobre el papel estaba escrito simplemente: Para la Srta. Marlene, de Jairo. Ella se sorprendió de que le hubiera llevado un regalo. Cuando lo abrió, apareció una pulsera recargada de piedras falsas a la cual le faltaban la mitad de las cuentas, y un frasco de perfume barato.

Los otros chicos y chicas empezaron a burlarse de los regalos de Jairo, pero la señorita Marlene tuvo por lo menos suficiente sentido común como para hacerlos callar de inmediato poniéndose la pulsera y echándose un poco de perfume en la muñeca. Levantó el puño para que los demás chicos olieran y dijo: “¿No huele muy bien?”. Los chicos, guiándose por la maestra, rápidamente coincidieron con susurros de burla satírica.

Al final del día, cuando terminó la clase y los otros chicos ya se habían ido, Jairo se demoró. Lentamente se acercó al escritorio y dijo con suavidad: “Señorita Marlene... Huele igual que mi madre... Y la pulsera de ella le queda realmente muy linda también. Me alegra que le gustaran los regalos”. Cuando Jairo se hubo ido, la señorita Marlene se arrodilló y le pidió perdón a Dios.

Al día siguiente, cuando los chicos llegaron al colegio, fueron recibidos por una nueva maestra. La señorita Marlene se había convertido en otra persona. Ya no era sólo una maestra; era un agente de Dios. Había pasado a ser una persona empeñada en querer a sus chicos y hacer por ellos cosas que trascendieran su presencia. Ayudaba a todos sus alumnos, pero especialmente a los más lentos, y sobre todo a Jairo. Para fines de ese año lectivo, Jairo había mejorado notablemente. Estaba a la altura de la mayoría de sus compañeros y hasta aventajaba a algunos.

Durante mucho tiempo no supo nada de Jairo. Un día recibió una nota que decía:

Querida Señorita Marlene.
Quería que fuera la primera en saberlo. Voy a terminar segundo de la clase.

Cariños.
Jairo Maestre.

Cuatro años después, llegó otra nota:

Querida Señorita Marlene:

Acaban de decirme que soy el primer promedio de mi promoción. Quería que lo supiera antes que nadie. La universidad no fue fácil, pero me gustó.

Cariños.
Jairo Maestre.

Y cuatro años más tarde:

Querida Señorita Marlene:

Ahora ya soy el doctor Jairo Rafel maestre, soy médico. ¿Qué le parece? Quería que usted fuera la primera en saber que me caso el mes que viene, el 27 para ser más exacto. Quiero que venga y se siente donde se habría sentado mi madre si viviera. Usted es mi única familia, ahora; papá murió el año pasado.

Cariños,
Jairo Maestre.

La señorita Marlene fue a la boda y se sentó donde se habría sentado la madre de Jairo. Merecía sentarse allí; había hecho por Jairo algo que él no olvidaría nunca. Se habia convertido en la madre que nunca tuvo.

Addiel Soto "Pototo", Valledupar

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