Andadas las 4 de la tarde, sin sentir a donde voy miro las horas pasar, mientras las botellas me hacen risas en las ventanillas de los dispensadores de nubes, oscuras de temor y pavor, al son de la música de los griles, que de sonido abundan en las casi noches frías de la absorta ciudad, de la timidez exigua de los transeúntes abarrotados de afanes, el pito ensordecedor de los gigantes metalizados que se frenan en las esquinas retumba en los cuadrantes inferiores de mi sueño, al cabo que los perros ni siquiera quieren ladrar sin sentirse ofendidos ante el viento helado que les cubre el hambre que se cala en los huesos.
Caminantes impávidos encerrados en muros de ideas que miran al piso al dar cada paso como si manos del anden brotaran a frenar su paso, no observan a nadie a los ojos para no explorar lo vació de sus vidas en el espejo ajeno de la mentira en la que se vive, yo camino en un pequeño halo de luz que me trae pensar en que pronto te veré, así no me veas igual y sea tan solo un espejismo mas de los que se ven en la ciudad de las luces encendidas, las botellas llenas y las mujeres vacías.
Su recuerdo atraviesa estas calles oscuras como un vaho rancio, que cubre los dolores pero que se adhiere a todo, como ese olor a madera húmeda que no se sabe si disgusta o agrada.
Las luces manan de los ventanales gigantes, que absorben la atención de los caminantes por segundos, con una promesa de cambio y sueños alegres que no llegan a hacerse realidad, y se rompe el ruido con el silencio del teléfono que nunca suena, del correo que nunca escribe, del saludo que nunca llega.
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